A veces me mesmerizo, me disterio, por más que no sepa qué significa eso, qué es lo que significan, esos vocablos vomitados. Serían como el pus dentro del grano, la pulpa podrida dentro de la fruta podrida. Sería los dientes sucios dentro de la boca que mastica polvo. Sería la imagen de Jesus ahogándose en un vaso de bebida efervescente. El hígado corazón.
Es que en estos tiempos, dentro de estas palabras, uno puede encontrarse caminando por cualquier lado, por todas partes, ser llevado de los pelos o de los brazos o de los labios por unas calles minúsculas, en donde la calle ya no es calle. La puerta de una casa se abre: un olor nauseabundo. Se abre y ya estamos en la casa de enfrente, lo que era antes la casa de enfrente (porque ahora está justo al lado, pegada). Gracias a este fenómeno es posible recorrer toda la ciudad por dentro de las casas, transitando a través de puertas que han sido dejadas abiertas, sin llave. Atravesando jardines, patios, saltando rejas, colándose por ventanas. Porque no hay calles, ya no las hay. Pero así también ya no hay otra cosa que ciudad, que casas, vecindades. Ya no se puede salir (¿y a dónde?), lo intenté demasiadas veces, colándome, escurriéndome, haciendo paradas en algunas casas para alimentarme, dormir (si eso que hice fue dormir, si recostarse en algún lado y cerrar los ojos es dormir, si soñar es pensar en uno como una botella leche en una heladera vieja), y seguir. El asombro transforma todo en sueño, y el sueño envuelve todo como una gran droga, un somnífero extraño, que llena todo el presente de futuro y pasado, más de la cuenta. Es como sentarse en un bote en la bahía y ver pasar en uno u otro sentido barcos de gran calado.
Pero no hay más barcos, porque no hay ríos, mares, lagos. Grandes sectores de la ciudad se encuentran deshabitados. Y en verdad, no sé cuáles de ellos no se encuentran así, es decir, en cuáles hay alguien, porque ahora que me doy cuenta, no recuerdo haber visto a nadie (aunque hasta hace un momento hubiera jurado que sí). No lo había pensado. Y no tengo ganas de seguir, porque tengo miedo de darme cuenta de que nunca he visto a nadie, y que por eso me mesmerizo, me disterio.
mz
Es que en estos tiempos, dentro de estas palabras, uno puede encontrarse caminando por cualquier lado, por todas partes, ser llevado de los pelos o de los brazos o de los labios por unas calles minúsculas, en donde la calle ya no es calle. La puerta de una casa se abre: un olor nauseabundo. Se abre y ya estamos en la casa de enfrente, lo que era antes la casa de enfrente (porque ahora está justo al lado, pegada). Gracias a este fenómeno es posible recorrer toda la ciudad por dentro de las casas, transitando a través de puertas que han sido dejadas abiertas, sin llave. Atravesando jardines, patios, saltando rejas, colándose por ventanas. Porque no hay calles, ya no las hay. Pero así también ya no hay otra cosa que ciudad, que casas, vecindades. Ya no se puede salir (¿y a dónde?), lo intenté demasiadas veces, colándome, escurriéndome, haciendo paradas en algunas casas para alimentarme, dormir (si eso que hice fue dormir, si recostarse en algún lado y cerrar los ojos es dormir, si soñar es pensar en uno como una botella leche en una heladera vieja), y seguir. El asombro transforma todo en sueño, y el sueño envuelve todo como una gran droga, un somnífero extraño, que llena todo el presente de futuro y pasado, más de la cuenta. Es como sentarse en un bote en la bahía y ver pasar en uno u otro sentido barcos de gran calado.
Pero no hay más barcos, porque no hay ríos, mares, lagos. Grandes sectores de la ciudad se encuentran deshabitados. Y en verdad, no sé cuáles de ellos no se encuentran así, es decir, en cuáles hay alguien, porque ahora que me doy cuenta, no recuerdo haber visto a nadie (aunque hasta hace un momento hubiera jurado que sí). No lo había pensado. Y no tengo ganas de seguir, porque tengo miedo de darme cuenta de que nunca he visto a nadie, y que por eso me mesmerizo, me disterio.
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