La liturgia de la palabra envolvía a todos los feligreses en su tono de tormenta eléctrica por venir. Alguien pensaba: no existe una muerte que nos prepare para lo que somos.
Su mismo reflejo lo criticaba desde su mundo de dos dimensiones (¿viniste para mostrarnos como las cosas se van?).
Interrumpiste el ballet. El baile se encontraba en su momento de mayor belleza, con las paralíticas sufriendo orgasmos, uno tras otro, mientras se columpiaban de sus propios sueños ortopédicos.
Los cocheros se miraban entre sí y tal vez ya presentían las doce, hora histórica de la infortuna, hora exacta en que las leves niñas descubrirían que su virginidad ya empezaba a descascararse. Porque cada día sería más amargo que el anterior y las luces que los iluminaban, más opacas.
Nunca supe lo del cáncer (hola). Perdón (excusas), te enviaré en cuanto termine esta guerra infantil un gran recipiente de vidrio; el que utilicé para almacenar el vómito que me traían las noches más plateadas por la luna amarilla, que enferma.
Mismos ojos, mismo cardo esperándome en ese cerro anochecido. En el fresco de la noche jujeña, entre las piedras que pueblan los caminos, entre el leve polvo que se levanta a veces, puede que encuentre el verdadero silencio de los pies.
Siempre busqué ser sincero hasta cuando mentía asquerosamente. Esto tenía consecuencias diversas, como sentir que poseía branquias y la aparición un picor en la nariz de naturaleza infernal.
Nuestra sangre debería ser verde, verde pútrida, verde, con la carne amarilla, en constante descomposición.
La liturgia era certera y yo ya me sentía influido en mis entrañas por ella. Me dolía el estómago como si hubiese degustado las gotas de la tormenta de los días últimos del mundo, pero no requerí remedio de ningún tipo. Sentía que las tripas se hinchaban y se desinflaban como una bestia ya herida de muerte. Era eso, era el gusto de la tormenta más amarga, ácida y opaca, ante la cual las voluntades palidecen como ante la promesa un hambre eterno, insaciable.
El hombrecito sangrante, adherido a sus maderos, nos miraba los pecados desde sus ojitos de estatua y nosotros transpirábamos más de la cuenta. Sudorosos, creíamos que nuestra carne no reencarnaría. Nos encontrábamos condenados a esta pestilencia terrenal, con tábanos zumbando siempre en las orejas, con escorpiones acechando nuestros talones, con mosquitos prontos a henchirse de nuestra poco santa sangre, y caracoles sedientos de besarnos la baba, además de otra serie de plagas de todo tipo y tamaño. Sumado a esto, una muerte cualquiera cerraría nuestros destinos sin mucho trámite, y nos quebraría las almas. El hombrecito no decía nada, pero nos miraba los pecados.
mz
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